"El año pasado, pasé 322 días viajando, lo que significa que tuve que pasar 43 miserables días en mi casa."

Up in the air, 2009

jueves, mayo 21, 2020

NO SOMOS UN CUADRO DE HOPPER


El distanciamiento social obligatorio deja de ser aislamiento.  Dostoievski decía que el ser humano, incluso si estuviera encadenado, preferiría vivir a morir. Este largo periodo de ensimismamiento me ha traído muchos pasajes literarios y me ha llenado de recuerdos, de todos los recuerdos que no atesoré, refugiado en mi aislamiento social voluntario. Me vienen imágenes acumuladas en no sé dónde, entre ellas los cuadros de Edward Hopper. Esos colores ocres, reflejo de sus personajes solitarios, inmersos en la vida cotidiana, sin expresión, mirando al vacío exterior o interior. Siempre me han interesado los seres marginales, los desposeídos, los no reconocidos, los anónimos. Si son la mayoría, me interesa la humanidad, esos seres que transcurren, que ven como los días pasan y también los abandonan poco a poco dejándolos en una barra de bar, en un café, en una calle inhóspita. 



Porque los personajes de Hopper no solo son los solitarios que vemos a través de las ventanas, también lo son los transeúntes, la gemte que camina sin sentido, esperando encontrar algo que nunca consigue encontrar. Los solitarios que ya lo éramos desde antes del aislamiento de pronto nos encontramos más acompañados de lo que estábamos antes del confinamiento. Tenemos redes, podemos vernos por video en cualquier lugar en el que estemos, podemos estar en la inmediatez de una cámara. Y así nos sentimos cerca, así nos procuramos allegarnos a la gente que en condiciones normales no contactaríamos. ¿Para qué la libertad total de salir si terminamos refugiándonos en nuestros mismos hábitos, en nuestra misma rutina ruin?

Pero el paso del tiempo sí nos determina la soledad que decidimos vivir. Al observar después de dos meses la foto de un recién nacido, nos damos cuenta de lo vertiginoso que puede ser el calendario. Desde el encierro valoramos más las cosas que dejamos de hacer, el tiempo malbaratado. y no, no es que al final de esta distancia salgamos a la calle a abrazarnos con la gente que pase a nuestro lado, no. Seguramente nos refugiaremos en los mismos lugares que se fueron enraizando en nuestras articulaciones, iremos al trabajo, regresaremos a casa hartos de él, extrañando los días en los que no había más nada que hacer.




¿Para qué queremos la vida eterna si, en caso de obtenerla, repetiríamos exactamente las mismas acciones que componen nuestras vidas? Quizá, voluntariamente, nos aislaríamos después de un recorrido que nos llevaría de vuelta a la rutina que para algunos es sinónimo de felicidad.


No somos un cuadro de Hopper. Nos salvan los dispositivos, la tecnología. Podemos acariciar y besar una pantalla, es igual. Vivimos filmando, registrando nuestro paso por el mundo, minuto a minuto, en tiempo real. Somos menos reales cada vez, más virtuales, más lo que deseamos ser que lo que somos en realidad.  Esa es la nueva realidad. Mucho más estremecedora que los cuadros de esas personas solitarias; la realidad de seres solitarios que creen que no lo son, seres virtualmente felices, dejando rastros por donde quiera, desesperados por hacerle ver a la gente que estamos, que seguimos vivos.















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