"El año pasado, pasé 322 días viajando, lo que significa que tuve que pasar 43 miserables días en mi casa."

Up in the air, 2009

martes, junio 15, 2010

Qué tanta lluvia
aparece hoy de nuevo
sin señal de lacerar
el estado de ánimo
en el que dormimos
caliente
intrepido
Qué merecemos más
para gozar aire suficiente
y relojes en la manos
qué dejamos más
en el mundo acelerado
sembrado de tanta interrogación
qué mérito al menos
para quedarnos
si tan fácil nos dejan de lado
si prescinden de nosotros
con tan poca fatiga
y al final qué poco dejamos
un baúl
una carta perdida
en el hemisferio de nuestros continentes
una carta que dice cómo estás
lejano
en un dónde
habitado por las voces
que dejaste
detenidas
en la sala
cuando alguien
no sé quién
se acongoja
al no saber
que el fantasma del vocablo
cuando muere la noche
al latir de ese cerebro
tan dormido
como nube de espirales
se dilata
y del sueño amarejada
vuelve

sábado, junio 05, 2010



Me parece a mí que delante de una tumba todos pensamos más o menos lo mismo, y que eso mismo, elocuencia aparte, apenas se distingue de las meditaciones de Hamlet ante la calavera de Yorick. No hay mucho que pensar ni que decir que no sea una variante de "mil veces llevome a sus espaldas". Un cementerio, por lo general, sirve para recordarnos lo estrechas y triviales que pueden ser nuestras ideas al respecto. Sí, claro, podemos intentar hablar con los muertos, si creemos que ello va a ayudarnos; podemos empezar diciendo "Bueno, mamá"... Pero es difícil no saber -si es que pasamos de la primera frase- que lo mismo nos daría entrar en conversación con la columna de vértebras que cuelga en la consulta del osteópata. Podemos prometerles cosas, podemos ponerlos al corriente de los últimos acaecimientos, pedirles comprensión, solicitar su perdón o cariño; o podemos planteárnoslo de otro modo -el activo-, poniéndonos a arrancar malas hierbas, limpiar la gravilla, pasar el dedo por las letras talladas en la losa; podemos incluso agacharnos y situar las manos directamente encima de sus restos, tocando la tierra, su tierra; podemos cerrar los ojos y recordar cómo eran cuando estaban entre nosotros. Pero ningún resultado se deriva de tales reminiscencias, salvo el de hacer que los sintamos aún más lejos, más fuera de nuestro alcance de lo que estaban diez minutos antes, mientras íbamos acercándonos en el coche. Si no hay en el cementerio nadie que nos vea, puede que lleguemos a hacer cosas bastante disparatadas, en nuestro empeño por conseguir que los muertos no parezcan tan muertos. Pero, incluso si lo conseguimos, si nos esforzamos lo suficiente como para sentir su presencia, alguna vez tendremos que marcharnos de allí, sin ellos. Lo que demuestran los cementerios, al menos a las personas como yo, no es que los muertos estén presentes, sino que ya se han ido. Ellos se han ido y nosotros, por el momento, aquí estamos. Esto es fundamental y, por inaceptable que resulte, muy fácil de entender.

Philip Roth. Patrimonio