"El año pasado, pasé 322 días viajando, lo que significa que tuve que pasar 43 miserables días en mi casa."

Up in the air, 2009

jueves, febrero 23, 2017

CANTINA SALÓN ISABEL




Apenas visible en las calles de Antonio Caso, una entrada más de club que de cantina, o de baños de vapor; apenas visible el acceso y su puerta de madera, que si te atreves a cruzar, encontrarás un sitio enorme y guarro quizá de los setentas. Techo de polideportivo, posters de desnudos inimaginables (en la barra se puede ver el cromo de una mujer desnuda en una cama cubierta de pétalos de rosas. El mobiliario incluye una bandera de México, mesas de madera con sitios habilitados para poner las bebidas al costado de las patas, permitiendo así jugar al dominó, barra con escupidera y rocola que nadie usa. Botana brava y grasienta, como va saliendo de una cocina invisible: chicharrón en salsa verde, chamorros trogloditas, sopa de lentejas. Si no comes, te dan cacahuates españoles, de esos con cascarita. 

Música en vivo con un grupo de jóvenes que tocan rock de viejito. Sin grupo, normalmente se escucha música razonable, sospechosa para el lugar: B52, KC and The Sunshines, Huey Lewis and The News, Blondie, Go West, entre otros grupos semi olvidados. Cerveza al dos por uno los jueves, clientes sindicalistas y señoras que se inician en el vicio, meseros afiladísimos. Pide cerveza de barril Superior Oscura, evita el ron blanco, que en lugares como éste tiende a ser adulterado. Utiliza los sanitarios bajo tu propio riesgo.


miércoles, febrero 15, 2017

Café La Pagoda




No sé cuántos años tiene este lugar, pero yo lo conocí -como tantos otros- por mi padre. Recuerdo salir por la noche a la calle Cinco de Mayo, después de recorrer San Ildefonso y pasar por un costado de la Catedral, iluminada ya con su tez amarillenta. Esa calle era la más amplia desde entonces y se distinguía por sus cafés, la mayoría de ellos populares. Era uno de ellos El Popular, aún abierto, el antecedente de La pagoda, un poco más hacia la Alameda, pasando por La Blanca, esa cafetería enorme, famosa por que se decía que la leche que se servía ahí provenía directamente de una vaca llamada Blanca. Estos tres lugares existen todavía, pero de ellos, La pagoda se mantiene en crecimiento gracias a su política de mantener precios bajos sin sacrificar la calidad de sus platos. Es un lugar además, abierto todo el día y toda la noche, sirviendo paquetes de los de hace 50 años o más a todas horas. El mobiliario ha cambiado, pero si se observa con atención, todavía quedan vestigios del original: una cafetera, algunos anuncios, quizá los asientos de la barra, tapizados en color mamey, como esos uniformes de las meseras que por momentos recuerdan a los de las enfermeras. El café es excepcional, igual que los huevos molcajeteados con tortillas gruesas y amarillas. No es un lugar de cachivaches, atendido por gente genial; tampoco es un lugar que incomode y el trato de sus empleados es muy generoso. Su sistema funciona a la perfección, resistiendo el embate del tiempo. Se puede ir a desayunar después de recorrer la Alameda y salir a la hora en que las calles no están saturadas de gente y recorrer esa calle ancha que conserva, a diferencia de Madero, su esencia original. Los días de muertos venden pan relleno de nata.

Los puentes de Madison




Manifestando desde el inicio mi fanatismo por todo lo que se refiera a Clint Eastwood, especialmente en la etapa en la que se incluye esta película, procedo a dar mis mejores argumentos para resaltar un cine clásico, del último de los clásicos; cine sin pretensiones, sin contrapuntos, sin contratiempos; cine del más valioso o al menos, del que más me conmueve. Y sí, está bien la experimentación y el ambiente psicotrópico, o la provocación abierta con todas las posibilidades del sexo, pero aquí tenemos cine de la vieja escuela, así sin más. Y pero aun, se trata de una película de amor, cualquier cosa que esta palabra signifique.

El interés radica en los personajes. Y no me refiero a los protagónicos, inmejorables, por cierto, si no a los que no aparecen en los créditos: las cenizas de Francesca Johnson (Meryl Streep) y Robert Kincaid (el propio Clint Eastwood) y los puentes que le dan título a la historia. Porque todo arranca a partir de las cenizas y desemboca con ellas mismas, las cenizas como significado de la última voluntad y de la incertidumbre. Entre poemas de Yeats, canciones de jazz y blues y pueblos retrógradas, transcurre la historia condensada en cuatro días de estos solitarios, cada cual a su manera, de estos dos seres complicados ubicados en universos completamente diferentes uno del otro. Son los puentes, los otros protagonistas: esas sobrias construcciones de madera, viejas desde entonces a nuestros ojos, marcadas por el paso del tiempo con evidencias de quienes por ahí cruzaron. Las cenizas y los puentes dejan en un lugar terciario a los otros protagonistas: esposos y esposas, hijos, gente del pueblo, los cuales son utilizados como argumento que justifica el hilo argumental y le da soporte al secreto que abona la tierra suficiente para que el espectador quede convencido de la premisa presentada: el tiempo es relativo y la felicidad se presenta por ráfagas que no necesariamente tienen que ver con la vida cotidiana. "A mi familia le entregué mi vida, a Robert le quiero entregar lo que queda de mí", dice Francesca al final de sus diarios y de la propia película. Esta decisión le otorga la trascendencia que según ella merecía su pequeña vida vivida en cuatro días, distinguiéndola de aquella vida predecible a la cual entregó cada uno de sus años.