Manifestando desde el inicio mi fanatismo por todo lo que se refiera a Clint Eastwood, especialmente en la etapa en la que se incluye esta película, procedo a dar mis mejores argumentos para resaltar un cine clásico, del último de los clásicos; cine sin pretensiones, sin contrapuntos, sin contratiempos; cine del más valioso o al menos, del que más me conmueve. Y sí, está bien la experimentación y el ambiente psicotrópico, o la provocación abierta con todas las posibilidades del sexo, pero aquí tenemos cine de la vieja escuela, así sin más. Y pero aun, se trata de una película de amor, cualquier cosa que esta palabra signifique.
El interés radica en los personajes. Y no me refiero a los protagónicos, inmejorables, por cierto, si no a los que no aparecen en los créditos: las cenizas de Francesca Johnson (Meryl Streep) y Robert Kincaid (el propio Clint Eastwood) y los puentes que le dan título a la historia. Porque todo arranca a partir de las cenizas y desemboca con ellas mismas, las cenizas como significado de la última voluntad y de la incertidumbre. Entre poemas de Yeats, canciones de jazz y blues y pueblos retrógradas, transcurre la historia condensada en cuatro días de estos solitarios, cada cual a su manera, de estos dos seres complicados ubicados en universos completamente diferentes uno del otro. Son los puentes, los otros protagonistas: esas sobrias construcciones de madera, viejas desde entonces a nuestros ojos, marcadas por el paso del tiempo con evidencias de quienes por ahí cruzaron. Las cenizas y los puentes dejan en un lugar terciario a los otros protagonistas: esposos y esposas, hijos, gente del pueblo, los cuales son utilizados como argumento que justifica el hilo argumental y le da soporte al secreto que abona la tierra suficiente para que el espectador quede convencido de la premisa presentada: el tiempo es relativo y la felicidad se presenta por ráfagas que no necesariamente tienen que ver con la vida cotidiana. "A mi familia le entregué mi vida, a Robert le quiero entregar lo que queda de mí", dice Francesca al final de sus diarios y de la propia película. Esta decisión le otorga la trascendencia que según ella merecía su pequeña vida vivida en cuatro días, distinguiéndola de aquella vida predecible a la cual entregó cada uno de sus años.
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