"El año pasado, pasé 322 días viajando, lo que significa que tuve que pasar 43 miserables días en mi casa."

Up in the air, 2009

miércoles, febrero 15, 2017

Café La Pagoda




No sé cuántos años tiene este lugar, pero yo lo conocí -como tantos otros- por mi padre. Recuerdo salir por la noche a la calle Cinco de Mayo, después de recorrer San Ildefonso y pasar por un costado de la Catedral, iluminada ya con su tez amarillenta. Esa calle era la más amplia desde entonces y se distinguía por sus cafés, la mayoría de ellos populares. Era uno de ellos El Popular, aún abierto, el antecedente de La pagoda, un poco más hacia la Alameda, pasando por La Blanca, esa cafetería enorme, famosa por que se decía que la leche que se servía ahí provenía directamente de una vaca llamada Blanca. Estos tres lugares existen todavía, pero de ellos, La pagoda se mantiene en crecimiento gracias a su política de mantener precios bajos sin sacrificar la calidad de sus platos. Es un lugar además, abierto todo el día y toda la noche, sirviendo paquetes de los de hace 50 años o más a todas horas. El mobiliario ha cambiado, pero si se observa con atención, todavía quedan vestigios del original: una cafetera, algunos anuncios, quizá los asientos de la barra, tapizados en color mamey, como esos uniformes de las meseras que por momentos recuerdan a los de las enfermeras. El café es excepcional, igual que los huevos molcajeteados con tortillas gruesas y amarillas. No es un lugar de cachivaches, atendido por gente genial; tampoco es un lugar que incomode y el trato de sus empleados es muy generoso. Su sistema funciona a la perfección, resistiendo el embate del tiempo. Se puede ir a desayunar después de recorrer la Alameda y salir a la hora en que las calles no están saturadas de gente y recorrer esa calle ancha que conserva, a diferencia de Madero, su esencia original. Los días de muertos venden pan relleno de nata.

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