El camino a la primaria determinó el resto de mi vida: en esas esquinas convivían prostitutas y monjas, dos lados de la moneda en calles de barrio gris, inhospitalario. Había una pulquería con aquellas puertas de madera que iban y venían cuando entraban clientes y por debajo se podían ver los pies en un piso tapizado de aserrín. Nada ocultaba el olor a fermentación y por alguna razón la gente le pedía a los niños que no se acercaran a ese lugar porque podía salir algún borracho. Igual había una estación de autobuses de segunda y un local que vendía combustible en bolsas amarillas para los calentadores hoy extintos. Había misceláneas y tiendas de ropa entre las vecindades que dejaron de existir, la mayoría como la mía con el temblor de mil novecientos ochenta y cinco. Antes de llegar al colegio, un lugar donde vendían caldos de gallina y sopes y del otro lado un local de estambres y máquinas con juegos que en ese entonces parecían formidables: un hipódromo, futbolitos, un ping pong, entre otros. Igual una farmacia con un caballito de monedas y con un olor a medicamento permanente. La memoria se desgasta pero deja retazos así, que se van destejiendo, que desaparecen como las burbujas de jabón que veía desparecer en la coladera, cuando mi madre lavaba la ropa en una zotehuela que apenas alcanzo a dibujar en mi mente, donde alguna vez un gato cayó de alguno de los otros tres pisos y se quedó con nosotros, según recuerdo, con una oreja rota. Mi infancia siempre tuvo gatos y perros que transitan todavía en los sueños que poco a poco he dejado de tener.
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