Cada mañana al trabajo, perfectamente afeitados, la corbata anudada al cuello, para pasar el día en actividades ignotas; a la hora de la cena, de nuevo en casa para examinar críticamente la comida o desplegar el periódico, alzarlo entre ellos y el fango de la cocina, las enfermedades, las emociones y los bebés. Cuánto tenían que aprender tan de prisa. A doblegarse ante el jefe y a lidiar con la esposa. A manejarse con autoridad en hipotecas, muros medianeros, hierba del jardín, desagües y política, y al mismo tiempo en el empleo que por un cuarto de siglo debía mantener a sus familias.
ALICE MUNRO
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