A veces uno se tropieza con algo que venía madurando no sé
sabe dónde, no sé tiene certeza cómo, pero ese algo alivia, reconforta o hace
que justifiquemos lo vivido. Algo que hace que encajen las piezas de un rompecabezas
que ni siquiera pretendíamos armar, pero que estaba ahí, en algún lugar de
nuestras emociones, del argumento de nuestra vida. Lo fantástico se inserta
ahí, en esa lógica donde conviven los sueños y los presentimientos. Porque lo
fantástico estremece en la medida de que se justifica. En ese universo
delimitado por la realidad, pero amplificado en la imaginación; en ese país de
recuerdos y fantasmas, lo fantástico se nutre en su propia lógica, en su vida
de ilusiones más que de alucinaciones. Bioy Casares huye de la figura y
construye en un plano sólido, abonado con la vida diaria, sus historias entre
líneas. Así los sueños encarnan a sus personajes, así los fantasmas no se
mueven en lo etéreo, más bien regresan a confirmar la imposibilidad del amor: esa
fantasía que produce espejismos que parece que caminan con más seguridad que
los hechos consumados. Los cuentos fantásticos
de Bioy Casares nos dejan desprotegidos porque se dirigen a los rincones más
inobjetables de nuestros sueños: a las coincidencias que nos persiguen, a las
pesadillas que nuestra propia realidad nos provoca, a los mecanismos a través
de los cuáles viajan las emociones. Son los actos inexplicables, aquellos que
nacen de nosotros mismos, los que nos inundan de preguntas. Actos sencillos,
justificados, historias de rostros que se mimetizan en facciones conocidas y
que se apoderan por tanto de nuestros recuerdos. Narraciones de causalidades,
estos cuentos –como el mismo autor lo dice- requieren la voluntad del lector de
asumir que lo que se ve no es ni de lejos todo lo que existe.
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